Desde pequeños nos dicen “eso no se dice, eso no se hace, eso no se toca”. Ya lo cantaba Serrat y hoy tarareándolo lo retomo como propio cuando pienso en lo sobrevalorada que tenemos la corrección. En la infancia nos enseñan, a fuerza de machaque, que toca hacer lo que toca hacer y que la prudencia verbal garantiza la buena educación.
Cuando creces te encuentras con verdaderos defensores de la verdad verbalizada, personas que piensan que todas sus pensamientos, ideas, opiniones, más o menos reflexionados pueden ser manifestados en aras de una buena convivencia. Pero un buen día te das cuenta que si todos decimos lo que pensamos esto se convierte en una casa de locos. Por eso una dosis de morderse la lengua permite una convivencia algo más pacífica.
El no poder hacer todo lo que se nos antoja es otra de las limitaciones de la edad adulta. No siempre puedes ir a desayunar a tu aire si disfrutas de vacaciones familiares, no puedes llegar tarde a la mesa cuando en ella se sientan más de tres, no puedes irte de excursión en días en los que se espera disfrutar de jornadas de convivencia. Por eso una dosis de autocontrol y puesta en valor del sacrificio ayuda a sobrellevar las limitaciones con cierto sosiego.
Y de repente, o no tan de repente, eres consciente de lo mucho que dejas de pensar, de lo mucho que callas a pesar de lo mucho que hablas, de la cantidad de escapadas que nos has hecho por no justificar, de los viajes sólo has soñado a Asís, Mozambique, Isla Guadalupe y Atitlán. Y pronto tendrás que volver al médico, y tendrá buenas noticias, para volver a soñar con un año mejor. Y te esforzarás en sonreír. Error cuando lo que quieres es llorar.