Que me esperaban unos meses de travesía del desierto, sin agua, sin hambre, con sueño, con cansancio, ya me lo habían advertido. El panorama estaba cerca de la realidad, pero solo cerca.
Tenerse que desvestir cuatro veces en una mañana para que te hagan pruebas tendría que estar prohibido por cuatro razones:
- Pasas frio desde el primer momento que te quitas la preciosa e impoluta camiseta blanca para cambiar por una bata rasposa y desinfectada.
- Te tienes que ver las cicatrices todas las veces, cuando lo que quieres es empezar a recuperarte.
- Por la pérdida de tiempo que supone, el tuyo y el de los enfermeros y médicos que te esperan.
- Por el riesgo de perder un zapato, un pendiente, un móvil o un foulard. Y no es que yo sea despistada, es que mis cosas no son nada delicadas y huyen de mí en cuanto pueden. Y eso que las trato bien.
Es normal que cuando terminas el periplo de salas de espera y consultas, así como el oteo de máquinas, maquinitas y demás aparatos radio-activos o no, o quieras desayunar como cualquier mortal al que encima de desnudar han obligado a personarse sin haber ingerido ni sólidos ni líquidos, tengas ganas de comer algo (aunque sea poquito y sentado) y sobre todo dormir de aburrimiento. Porque para muchos adictos a los hospitales hacerse pruebas es un trabajo que les llena su tiempo y entretiene, a mí entender es una dedicación muy cansada y sufrida.
¿Cómo puede haber gente tan proclive a pasearse por estos antros de perdición sin desmaquillarse y con una sonrisa de satisfacción?