No es verdad que la radioterapia no tiene mayores efectos secundarios. Mentira, mentira, mentira. Sobre todo si aceptamos que la medicina está personalizada y que no hay dos cánceres iguales.
Durante más de una semana no he servido ni para coger el teléfono. Mucho menos para caminar como recomiendan los doctores diariamente ni para darme con rigor una crema hidratante de la alavesa Maria D’uol. Aunque me conformo y digo que esto tiene que ser así. Porque necesito creer que todo pasa y que solo es una mala semana. Pero no porque mi cuerpo responda bien y pueda llevar una vida medianamente normal.
No digo que yo sea un ejemplo de salud. Repetidamente hablamos de mi salud de hierro. La radioterapia encuentra caldo de cultivo en donde tenemos puntos débiles. Por eso, si padeces migrañas, tendrás migrañas. Y encima están las ondas de la radio, que pueden expansionarse y llegar a tus oídos hasta sufrir de un zumbido permanente que más recuerda a problemas de sordera que a reacciones ante una terapia.
Y llega un día en el que tras una cueva en la que no has podido coger el teléfono, comer correctamente, leer más de diez minutos seguidos, dormir sin interrupciones, oler una flor sin que te embriague, disfrutar de una boda como merece, ver una película y enterarte del tema, escribir en el blog, finalmente tienes una tarde en la que te atreves a pasear con objetivo de realizar bastante más que la vuelta a la manzana. Y entonces te parece que eres feliz.
Pero sigues quitando hojas al calendario, y tras no poder ir a una sesión por dolor, recuperas la misma en una hora en la que la medicación ha hecho efecto y logras llegar a la sala de tortura con los ojos entreabiertos. Porque no hay mal que cien años dure y porque hay luz al final del túnel.
Sonrío y sonrío porque no me queda más remedio. Y ayuda -que conste-.
Animo preciosa!!!!
Animo, que pasará, pronto será un recuerdo de cuando estuviste mala, efectivamente hay luz al final del túnel…