“No comunicar en una organización, comunica mucho”, es una máxima que aplicamos.
Cada viernes publico un post que cuenta un poquito sobre mi vida laboral y personal tras el cáncer. Cumplo tres años desde que me detectaron a Garbancito y sé que ya no está, que lo extirparon, que vivo con un tratamiento que busca prevenir la reaparición de uno nuevo y cuyos efectos secundarios y el insomnio hacen que cada día me levante cansada.
Soy afortunada porque lo puedo contar y para mi oncólogo mi caso es uno más de éxito de la cirugía y la medicina. No le preocupan mis migrañas, calambres, descalcificación, vista, paralización momentánea de la parte izquierda, insomnio, ansiedad, bloqueo del hombre. El miércoles en la revisión no parpadeó pese a que no todo fueran buenas noticias en la revisión. Apenas levantó la mirada, saludar y despedir.
En estos años creí aprender a valorar lo importante, centrarme en lo que me gusta y sobrellevar el dolor con abnegación. Pero no he logrado vencer el miedo a la recaída, la angustia ante cada revisión y la sensación de que cuesta arrastrar mucho los pies para comprobar que se avanza poco.
Escribo este post porque es una adicción y un compromiso que adquirí, pero lo hago con la profunda convicción de ser sólo muestra de mi propia catarsis para alejar los malos pensamientos.
Quise que no me preguntaran cuando estaba mal, quiero poder decir que estoy bien, porque lo estoy del cáncer, pero no puedo decir que tenga más energía que la de un toro al que han picado en exceso. Lo que no me falta es la capacidad para soñar que llega un viernes, cojo el coche y llego a mi playa, descalzo mis pies y paseo mientras la brisa del mar reaviva mis arrugas de dolor, el agua hidrata mi maltratada piel y el sol me llena de energía para llegar hasta nuestro faro.