Reincorporarse al trabajo tras un tratamiento contra el cáncer fue como retomar la bici tras años de inactividad o volver al colegio tras una gripe en carnaval. Es decir, todas las noches me dolía algo, al margen de la cabeza, hombro, brazo izquierdo, piernas o estómago. Hasta que un día, sin causa alguna, me pareció que todo tenía una cierta armonía, que casi me reconocía en mis huesos de la clavícula.
Y cuando menos te lo esperabas, te invitan a pasar de nuevo por quirófano. Todo empieza con esas palabras mágicas de “hay que quitar”, tras las cuales ya no sabes si te lo dijeron hace un año, te lo están diciendo hoy o puede que lo digan a lo largo de la semana. Así que, si es posible, al día siguiente, a las ocho de la mañana, pasas por el anestesista que comprueba tus principales medicaciones e interacciones, por electro que confirma que tu corazón podrá resistir el nuevo envite. Y a las once te tomas la pastilla antesala de la anestesia feliz. En unas horas, sin quererlo, despiertas plácida y cordialmente, y descubres que sigue luciendo el sol y te confirman que ya no tienes el visitante incómodo alojado.
Toca desconectar de meses de intentar parecer fuerte, hacer de tripas corazón cada mañana para llegar a la hora al trabajo, de luchar en pos de la concentración con jaquecas que nublan la vista permanentemente y renovarse. Toca recuperarse del último paseo por las frías salas de tortura silenciosa que te evitan malos mayores. Porque no nos engañemos, lo peor de esta etapa es ahuyentar los malos pensamientos cual bruja de Zugarramurdi y presentarse al mundo como Audrey en Desayuno con Diamantes.
Unos días en la playa permiten, además, limpiar la piel, desentumecer músculos, cambiar el blanco nuclear de la piel por un blanco roto por la caricia del sol, caminar entre naranjos soñando con un huerto y, sobre todo, alejarse de lo que solo es trabajo.
Descansa MJ!!
Descansar, descansaré, cuando el lunes pase por consulta y me digan que todo/todo sale bien. De momento, solo reflexiono y sueño. BS