Creo que fue la primera vez que me acerqué a la al cáncer en el cine, o al menos así lo recuerdo. En Elegir un amor (1991), Hilary O’Neil (Julia Roberts), joven algo desorientada, comienza a trabajar como cuidadora para un hombre joven que sufre un cáncer de sangre (Campbell Scott).
Compartirán a partir de entonces el tortuoso camino de la aceptación, de los tratamientos y de sus consecuencias.
A pesar de las circunstancias y adversidades, se enamoran, quizá ella de su basta cultura, quizá el de su naturalidad y frescura; aunque ambos saben que su amor tiene fecha de caducidad, no renuncian a vivir intensamente.
Acompañar en el recorrido final a una pareja de guapos enamorados paseando por lugares bucólicos y envidiables, en mitad de una tragedia vital previsible, nos permite ver las dos caras de la moneda del cáncer.
• Ella decide sobreponerse y convertirse en protagonista es el papel que la coprotagonista elige, mientras le aporta los cuidados y le mejora su alimentación como parte de su ayuda.
• El tiene que hacer lo que toca, pero el cuerpo le pide hacer lo que le apetece, disfrutar de cada instante, como si ya fuera el último, abandonar las pastillas, soñar, crear una nueva realidad junto al mar y arrinconar la verdad, arrinconando el cercano fina y jugando con la eternidad.
Para vivir con intensidad el amor es necesario, como para casi todo, estar bien o al menos sentirse bien. Y el protagonista no duda, prefiere sentir el dolor cada vez mayor, pero sentir el amor cada vez más real. A la
compañera de viaje le toca la peor parte, verdadera víctima, ve cómo sus amado se abandona, rechaza pastillas y reposa en su brazos que le dan calor, mientras parte poco a poco.
Las claves se sienten en cada momento que viven con la finura de la pluma sobre la piel, el sonido del mar en día de marea baja y el olor a arena mojada. Compartir el camino es una elección, llegar al final de la mano una bendición.