El día amaneció soleado, como era habitual en Acapulco. El mar de frente se divisaba limpio y el sol entraba en la habitación aclarando aún más el blanco de las sábanas. La playa susurraba un canto invitando a sus arenas.
Al bajar las escaleras que daban acceso a la pequeña playa privada, todo se veía más cercano, el inmenso mar se convertía en un amoroso y acogedor abrazo, y el sol en un manto protector de la temperatura. Nada podía semejarse al susurro que el choque de olas, vientecillos y niños correteando.