Soy feliz escribiendo y, sin embargo, desde que supe que había fallecido no he podido hacerlo. La leucemia pudo con ella después de plantarle cara. Desde que la conocí, me llamó la atención su enorme fuerza para afrontar la vida, las contrariedades y disfrutar de los pequeños placeres. Había llegado a España desde su Bulgaria natal buscando una vida mejor para su familia, y quizá por eso trataba siempre de ver el lado bueno de las cosas.
Por las mañanas le veía trajinar por casa con un ritmo constante, mirando con satisfacción lo realizado y sobrevolando lo pendiente con precisión. Por las tardes coincidíamos a la hora del café y lo saboreábamos antes de bajar a la playa. Cada una se pagaba el suyo con un claro sentido del rigor y curiosa dignidad. Solo el último día, en un acto de magnanimidad, me dejaba cerrar la cuenta, con un gesto cómplice y agradecido. En aquellos ratos frente al sol y al mar me contó uno de los secretos de la vida: dar a cada cosa su tiempo.
Deduje que había tenido una dura vida donde la lucha por la supervivencia y la necesidad de reinventarse le había llevado a observar todo con cierta distancia. Hablaba lo justo y escuchaba muy bien, siempre dispuesta a aprender, se tratase de historia, literatura, costumbres o cocina.
En su último wasap me decía: “ánimo María José! Tú estás de ejemplo de mi”. Esta semana lo releí y recordé que nunca le dije cuánto admiraba su capacidad de escuchar y hacer sentir al interlocutor como si de una lección de idiomas se tratara.
Se fue sin pasarme la receta del yogur y ahora siento no haberle dicho nunca que era intolerante al mismo. Ella se merecía probar su yogur y mucho más. Descansa en paz mi querida amiga y guárdame un sitio.