El día amaneció soleado, como era habitual en Acapulco. El mar de frente se divisaba limpio y el sol entraba en la habitación aclarando aún más el blanco de las sábanas. La playa susurraba un canto invitando a sus arenas.
Al bajar las escaleras que daban acceso a la pequeña playa privada, todo se veía más cercano, el inmenso mar se convertía en un amoroso y acogedor abrazo, y el sol en un manto protector de la temperatura. Nada podía semejarse al susurro que el choque de olas, vientecillos y niños correteando.
Pasearon varias veces y recorrieron los kilómetros que separaban la privacidad de su reducto con el bullicio de lo masajistas, los vendedores de coco, los joyeros de cuentas y las familias de primera incursión al mar, mundo tan contradictorio como armonizado por las suaves brisas.
Al caer la tarde recorriendo las callejuelas, observaron el monumento al Hard Rock Café y comieron un mar y tierra. Bebieron y brindaron con un tequila añejo, tequila por el lugar y añejo por la voluntad de seguir compartiendo por muchos años un nuevo cumpleaños.
Eso del mar y tierra me suena. En aquel fantástico viaje de hace ya más de 20 años a ver a nuestra hermánica pudimos disfrutarlo.
Todavía hoy se puede disfrutar con el recuerdo. Un muy fuerte abrazo.