En una entrevista de trabajo, allá por 2006, manifesté que veía la incorporación a la empresa como un matrimonio profesional. Desde mi punto de vista tenía ilusión máxima en formalizarlo y en el compromiso para continuar toda la vida, aunque supiera que posiblemente tenía fecha de caducidad. En aquella época no sabía que la enfermedad, llámese cáncer, ictus, epilepsia o fibromialgia podían condicionar tanto nuestra vida.
Compromiso, viene del latín; con, que significa consolidar, concepto, y promissus, promesa. Para mi el compromiso, efectivamente, me lleva a “estar cerca” (con), no hacerme a un lado. Como buena navarra, aunque suene fatuo, acercarme, y hacerlo con la promesa de dar lo mejor de mí.
Desde que Garbancito se alojó una parte de mí, me recuerda constantemente que debo cuidar mi cuerpo, “templo divino”, para recuperarme por un lado y no recaer por otro. Sin embargo, pese al mazazo recibido, todavía hoy olvido a menudo que mis fuerzas son limitadas. Y aunque llego a casa y toda la fuerza que he mostrado durante el día termina cayendo y yo tumbada en el sofá, pensando que me faltan pilas, al día siguiente vuelvo a la guerra.
¿Cuál es el verdadero compromiso? A mi entender tiene que ser aquel que nos lleva a hacer en cada momento lo que toca, sin privarnos del disfrute del camino, ni de la perspectiva del final. Porque compromiso es sobre todo saber que todo los que hacemos es por algo y para alguien, por la empresas y la sociedad, primero, pero sobre todo por nosotros mismos.